Luego de 24 años de haber sido desplazada de su territorio, una mujer campesina regresó al municipio de Roncesvalles, en el Tolima, con la esperanza de recuperar el cuerpo de su hermano, desaparecido forzadamente en 1998. La Unidad de Búsqueda inició la intervención del terreno.
Texto y fotos: Juan David Moreno, periodista de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas
Pasadas las 4:00 a.m., cuando el sol aún no nacía por entre las montañas del suroeste del Tolima, Ángela* se encomendó a Dios y salió a cumplir una cita que la fatalidad le había aplazado durante 24 años: la recuperación del cuerpo de Jorge*, su hermano desaparecido en el municipio de Roncesvalles, a 15 horas de viaje desde su casa.
En compañía de su esposo, Ángela tomó un primer bus con rumbo a Ibagué. “Vamos a ver si logramos encontrarlo”, dijo con voz entrecortada. Sentía ansiedad, pero la esperanza que había abrigado desde abril de 1998 de saber de él estaba incólume. El amor por su hermano -un campesino de 22 años, 1.70 metros de estatura, ojos color café y tez blanca- la llevó desde entonces a vivir al filo de la navaja, entre la guerra y la incertidumbre, sin que lograra tener un solo día de paz.
A través de la ventana, mientras fijaba la mirada en el camino que había sido obligada a recorrer como consecuencia de amenazas y desplazamientos, Ángela trajo a su memoria el momento en el que se enteró de que unos hombres armados, al parecer pertenecientes a la antigua guerrilla de las Farc-EP, se llevaron a Jorge. Desde ese día su vida sufrió un quiebre irreparable que solo ha sorteado por medio de su entrega a Dios.
En el viaje de regreso a Roncesvalles, atravesó las trochas embarradas que bordean la cordillera central y que alcanzan a tocar la furia del río Cucuana. Entre barrancos y ascensos súbitos se aferró a la idea de que esta vez sí podría ir a la montaña en la que, según le contaron, fue enterrado el cuerpo de su hermano luego de horas de sufrimiento. Allí, según también le contaron, Jorge fue torturado y obligado a cavar su propia tumba en un lugar de vegetación espesa en donde sobresalen cedros y robles gigantes.
Sus recuerdos se hicieron aún más vivos cuando pasó frente a El Topacio, una vereda de Roncesvalles cuya neblina sempiterna cubre como un velo a un puñado de casas coloridas. De manera inevitable observó la cancha de microfútbol y baloncesto, uno de los últimos lugares en donde vieron a su hermano con vida.
Como si se tratara de una señal de reclamo a los violentos, en los tableros de la cancha reza una frase en mayúsculas: “Roncesvalles, territorio de paz 2001-2003”. Paradójicamente en ese periodo fue registrado el mayor pico de desapariciones, al menos 224 casos en la región, según el universo de personas dadas por desaparecidas incluidas en el Plan Cordillera Central de la Unidad de Búsqueda. De hecho, sólo en Roncesvalles hay registros de 41 personas desaparecidas durante el conflicto armado.
En esa misma cancha, que hoy es un planchón de cemento sobre el cual corretea un puñado de niños, el hermano de Ángela terminó un partido de microfútbol en 1998. Lo vieron conversar con amigos y allegados y poco después tomó una flota rumbo a su casa. En ese mismo vehículo, coincidencialmente, él se encontró con algunas de sus primas.
Ellas le contaron horas después a Ángela que, en un sector conocido como El Topacio-parte alta, unos hombres armados interceptaron el bus, se subieron y tomaron por la fuerza a su hermano. No hubo ruegos ni llanto que valieran. Se lo llevaron a empujones.
Ángela estaba trabajando en un corregimiento cercano. Allí escuchó una cuña de radio en la que con nombre y apellido aseguraron que el cuerpo de su hermano se encontraba en la morgue de Ibagué. No alcanzó a tomar más datos, pero resolvió viajar a esa ciudad para saber qué le había pasado. “Cuando llegué me dijeron que ahí no lo tenían y que no sabían nada de él. En esas llamé a mi tía para contarle y ella me dijo que me devolviera con urgencia. No me dijo nada más y yo salí y me fui”.
Luego de escuchar el relato de sus primas, Ángela decidió contactar a integrantes del grupo armado. Quería tener información concreta de lo ocurrido con su hermano, saber dónde estaba. Algo, pero la única respuesta que recibió fue una seguidilla de amenazas para ella y su familia. Le decían que dejara de preguntar por él.
Ángela logró acotar la zona en donde estaría Jorge. Por sus propios medios se trasladó a ese lugar desolado, en medio de una montaña de selva tupida y frente a una carretera cuaternaria, a pocos minutos de un campamento de combatientes. Pero no solo le impidieron el paso, sino que además le dieron 24 horas para que abandonara la región en donde había nacido y crecido. “Me dijeron que si no quería que me pasara lo de mi hermano tenía que irme”.
Empacó lo que pudo y salió de su pueblo con rumbo incierto. Estuvo escondida en casas familiares, viajó como polizona entre las sillas de los buses y oró sin cesar para que no la reconocieran. Vivió en Ibagué y también en Peñas Coloradas, en el Caquetá. En éste pueblo había logrado levantar una modesta posada en donde alquilaba habitaciones a viajeros y contratistas que llegaban al Bajo Caguán. Salió desplazada cuando las bombas empezaron a caer cada vez más cerca de sus pies. Una vez abandonado, el pueblo fue entregado en comodato al Ejército. Tampoco ha podido regresar.
Ángela no dejó de buscar a su hermano. Seguía preguntando por él a la distancia. Un día supo que el comandante del grupo armado en esa zona -quien en otras oportunidades se había negado a entregar cualquier información sobre el paradero de Jorge- se había pasado de tragos. Un allegado de ella aprovechó que el combatiente estaba navegando en alcohol para preguntarle. En medio de la borrachera, el comandante le dijo que lo habían enterrado cerca de un aserradero. Esta información sería clave 24 años después.
Ella relata que su hermano fue reclutado por la guerrilla en 1989, cuando él tenía apenas 12 años de edad, y durante su permanencia en el grupo armado participó en hostilidades en la zona rural del municipio de Roncesvalles. En 1996, cuando tenía 20 años, desertó del grupo armado. Haber dejado la guerra en la que lo obligaron a estar se convirtió para él y su familia en un calvario: “A mi hermano lo perseguía la Policía para judicializarlo, los paras para matarlo y la guerrilla por desertor”.
Cuando la UBPD estableció contacto con Ángela, ella ya había perdido las esperanzas de volver del lugar del que fue desplazada. No creía en el Acuerdo de Paz ni en la institucionalidad. Entre tanto, la UBPD avanzaba en la investigación extrajudicial de su Plan Regional que le ha permitido recolectar, contrastar y analizar información para la búsqueda masiva de personas desaparecidas en la zona, entre las cuales está incluido Jorge. Las indagaciones permitieron formular hipótesis de que el cuerpo estaría inhumado en la zona en donde Ángela lo presumía.
Por eso, cuando le dijeron que podía regresar al corregimiento para acompañar el abordaje forense del terreno, Ángela no dudó en emprender el viaje. “Esta es una situación muy difícil”, dijo después de llegar a su pueblo natal.
Escuchó con atención a la antropóloga forense, quien, con marcadores y sobre una cartulina, le explicó el procedimiento técnico que realizarían a primera hora del día siguiente. Le habló de las anomalías en el terreno, de los rasgos que les permitirían inferir que allí podía haber un cuerpo, de las verificaciones que harían con pozos de sondeo y del proceso de excavación, y la posible recuperación del cuerpo, que eventualmente sería entregado al Instituto de Medicina Legal para su identificación. “Antes de cualquier cosa haremos una oración, para que lo que se haga sea de agrado de nuestro Señor”, dijo Ángela, quien hace parte de una iglesia evangélica.
Al día siguiente, frente a una carretera desolada y bajo nubes que amenazaban con la precipitación de un chaparrón, Ángela y su esposo se encontraron con el equipo forense. Había descansado muy pocas horas. “No le voy a fallar a mi hermano”. A los pocos minutos llegó un hombre que, apelando al fin humanitario de aliviar el sufrimiento de Ángela, aportó información confidencial a la UBPD. “Es por allá”, señaló hacia una pendiente enmontada.
En un terreno rodeado de palmas, cedros y helechos que cubren el cielo como un red que impide la filtración de luz, Ángela conectó una memoria USB a un parlante, puso música cristiana y, junto a su esposo, elevó una sentida oración. Una vez concluido el homenaje a su hermano, vio cómo el equipo forense inició una lucha contra la gravedad sobre un área de 45 grados de inclinación. La antropóloga, el asistente de campo, un topógrafo, una fotógrafa forense y un geólogo iniciaron la intervención: despejaron el terreno, cortaron y trasladaron la maleza e iniciaron la búsqueda.
Las excavaciones se prolongaron durante dos días. Ángela siguió con esperanza cada procedimiento. Esta vez no fue encontrado el cuerpo. La búsqueda, siempre compleja, no ha terminado. El equipo forense delimitará el terreno a partir de la información disponible y, una vez surtido este paso, regresará con Ángela para seguir indagando por paradero de Jorge y de las personas desaparecidas en la región.
“Para mí es muy importante haber estado acá porque no saben lo difícil que es perder a sus seres queridos. Llegar hasta este lugar es muy gratificante. Me da mucho ánimo y alegría, no me siento sola. Me gustaría que, así como yo, muchas más personas se sumen a la búsqueda”, señaló Ángela antes de emprender un viaje de regreso a su casa.
*Los nombres en esta historia fueron cambiados por razones de seguridad.