En Campohermoso, un municipio de Boyacá, un equipo forense, aportantes de la comunidad y familiares acompañaron la intervención de los puntos señalados. Entre ellos estuvo Gilberto Cebolla, quien regresó después de más de 30 años para buscar a su hermano Libardito y presenciar las primeras recuperaciones en la zona.
Capítulo 1
I – «¡Vine a cumplirle a mi madre!»
«Vine a cumplirle a mi madre que murió sin tener paz por Libardito», dijo don Gilberto Cebolla después de viajar casi dos días desde su casa. Llegó a Campohermoso, un municipio de Boyacá, para acompañar al equipo forense de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), que intervendría las bóvedas del cementerio donde, según la investigación, podría estar el cuerpo de su hermano Libardo, desaparecido hace más de treinta años.
Gilberto es un par de años mayor a Libardo. Los dos eran los menores de cuatro hermanos. «Ambos éramos muy inteligentes —dijo—. Él era extrovertido y supremamente ágil a la hora de hablar. Yo más bien callado y considerado».
De pequeños, en Venadillo, un municipio del Tolima, iban juntos al río y a los charcos. Era la forma de olvidarse de los castigos y celebrar las dichas. Don Gilberto dice que nadaban en lagunas espesas, sin reflejo, donde habían cocodrilos y las babillas. Que no le tenían miedo a nada.
Una vez, mientras nadaban, una criatura desconocida se golpeó contra el dedo meñique del pie de Gilberto. Libardito agarró hojas e improvisó un ungüento. «Éramos niños. A todos les contamos que fue una serpiente y que gracias a las hojas curativas yo pude conservar mi dedo». Gilberto se ríe. Sabe que el riesgo, la imaginación y contar un buen relato de los productos milagrosos serían los dones para su oficio de adulto. «Desde pequeños íbamos al mercado, cargábamos carretillas y ganábamos nuestra plata». Los dos crecieron para convertirse en vendedores ambulantes.
Ellos vendían medias, toallas, pañuelos y ropa interior. «Las tallas grandes las vendíamos muy bien», recuerda. Compraban la mercancía en San Andresito, en el centro de Bogotá, y viajaban «adonde estuvieran buenas las ventas». Un día un hombre les habló de Páez, un municipio de Boyacá, y no dudaron en ir a conocer este lugar.
Llegaron hasta Miraflores, la capital de la provincia de Lengupá, y pasaron la noche en un hostal. Al día siguiente viajarían a Páez. «Yo agarré un camperito para probar suerte en otro pueblo y llegué a San Eduardo. Mi hermano, por lo que supe años después, nunca logró salir de Miraflores».

Al terminar la jornada laboral, don Gilberto regresó a Miraflores. Su hermano no apareció en toda la noche. Al día siguiente fue a Páez, donde creyó que podría estar. No lo encontró. Desde allí llamó al hotel y le dijeron que su hermano había regresado. Volvió a Miraflores. «Pero era mentira. Él nunca regresó. No volvió ese ni ningún día. Nunca más lo volví a ver», dijo, con la mirada fija en el horizonte, como si allí persistiera un recuerdo que se niega a desaparecer, una presencia tenue que sigue acompañándolo.
II – Campohermoso, años ochenta y noventa
Campohermoso le hace honor a su nombre. Al descender del complejo de páramos y atravesar algunos pueblos, el municipio descubre su clima cálido con árboles exuberantes, frutas cítricas y flores de todos los colores. Las aves cantan. Los insectos suenan. Todo ocurre al mismo tiempo, sin anunciarse.
Sin embargo, el sonido de la naturaleza de hoy contrasta con el de hace décadas. De día, recuerdan los habitantes, el silencio de Campohermoso a menudo anticipaba noches de fuego: «Nos anunciaban el toque de queda con las campanas de la iglesia”, dijo una mujer, evocando su niñez. Cerró los ojos un instante. Recordó el ruido de los disparos entre los grupos armados. «Salíamos corriendo. A veces no alcanzábamos a salir y nos quedábamos encerrados en la escuela. Si lo lográbamos, yo corría a donde mi abuela y me metía debajo de la cama toda la noche. Era el lugar más seguro para mí».
Otro hombre complementó el relato: «Y a la mañana siguiente, levántese a recoger todas las cáscaras. Menos mal nada de eso se ve ya».
—Sí, todo cambió, ya la cosa es muy distinta—. A la mujer le regresa la sonrisa.
De eso, en esa época, nada sabían don Gilberto y su hermano Libardo. «Pensábamos que en Boyacá nada pasaba. Habíamos ido una vez a Tunja, en navidad, y nos fue bien. No le hacíamos daño a nadie». Cuando Libardito no llegó al hotel, Gilberto averiguó por todas partes y escuchó muchas cosas. Se fue, pero volvió con un amigo y la mujer de su hermano. Después de buscarlo durante días, supieron que nunca llegó a Páez, que lo habían bajado del camperito en el que viajaba, que lo mataron y lo desaparecieron en Campohermoso.

Gilberto no le dijo nada a su madre. «No tuve el valor. Fue mi otro hermano, que es un poco más directo, el que le dijo la verdad. Ella salió corriendo por la calle, clamando por su hijo. Nunca se recuperó».
Dos hermanos fueron a la provincia de Lengupá. Decidieron probar la suerte con las ventas en dos pueblos distintos. Uno fue detenido en el camino, trasladado a Campohermoso y desaparecido. El otro cargó con su ausencia y la dificultad con las que tantas personas viven buscando a un familiar y no encuentran respuestas.
«Y llegó el momento en que no pude hacer lo que siempre hice: trabajar y ganarme la vida, sea en la venta ambulante, en la rusa, en la confección. Mi madre desarrolló un problema mental, emocional, por la falta de Libardito. Y yo me fui a vivir con ella y a cuidarla hasta el día de su muerte», contó Gilberto.
III – La Unidad de Búsqueda recupera seis cuerpos que podrían corresponder a personas dadas por desaparecidas (entre ellas, el hermano de Gilberto)
Julio de 2025. Gilberto Cebolla recibió la llamada de un investigador del grupo interno de trabajo de la Unidad de Búsqueda en Boyacá, el cual le informó que, tras un año de investigaciones en la provincia de Lengupá, habían localizado el posible lugar de inhumación de su hermano Libardo y de otras personas que habrían sido desaparecidas en múltiples hechos ocurridos en la provincia durante el conflicto armado.
Habían pasado más de treinta años desde la desaparición de su hermano y desde la última vez que visitó la provincia de Lengupá buscándolo por su cuenta. En noviembre del 2025, viajó hasta Campohermoso y se encontró con el equipo forense de la Unidad de Búsqueda que avanzaba en las recuperaciones de estos cuerpos.

Durante la prospección, Gilberto acompañó al equipo en la recuperación de las estructuras óseas: ayudó a sostener los materiales, a embalar, a mover lo necesario. Cuando los forenses levantaron uno de los cuerpos, él dijo: «Mi madre está aquí también. Yo vine por ella». Observó cómo ese cuerpo, junto con otros cinco recuperados en el mismo sitio, era dispuesto para su traslado al Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, donde continuará el proceso de identificación antes de avanzar en una entrega digna.
Cuenta Gilberto que, de niño en Venadillo, solía molestar a un señor que trabajaba en una construcción cercana. Pasaba corriendo frente a la obra y le gritaba: «¡Don Gilberto Cebolla!». El señor se irritaba y, con el tiempo, su hermano empezó a llamarlo así: «Dizque don Gilberto Cebolla». Dijo. «Así quiero que escriba mi nombre para contar esta historia. Y a mi hermano Libardo nómbrelo como nosotros siempre lo llamábamos: Libardito».
Luego guardó silencio un momento. Como si al nombrarlo, Libardito, volviera a estar ahí, al menos por un instante.
Capítulo 2 – Un cuerpo solitario
Junto a Vistahermosa, un corregimiento de Campohermoso, hay un abismo. Del otro lado, una cadena montañosa que ya pertenece al departamento de Casanare.
El cementerio queda en una colina, una de las más altas de la zona. En ese lugar fronterizo, con una vista que hace honor a su nombre, el equipo forense de la Unidad de Búsqueda interviene otro sitio, señalado por varios aportantes de información de la comunidad.
Excavan. El antropólogo observa un rasgo: tierra movida que luce distinta a la que nunca ha sido tocada. Ya pasaron los 70 centímetros y aún no aparece el cuerpo. Varios miembros de la comunidad, que aportaron a la investigación de este caso, acompañan al equipo, expectantes. Murmuran. El antropólogo cambia ligeramente el eje de la excavación, la amplía hacia el occidente, imitando lo que —según lee en la tierra— pudo haber sido la fosa que se abrió hace 30 años para sepultar a un hombre.
Hace 30 años, tras una disputa entre grupos armados, recuerda la comunidad, llegó al territorio este hombre malherido que se entregó a la muerte. Cayó boca abajo. La inspección de Policía levantó su cuerpo y ninguno de los habitantes lo reconoció.

Aun así, algunos de ellos se reunieron y llevaron el cuerpo hasta la colina, al cementerio comunitario y, en una acción humanitaria, lo inhumaron. Durante las décadas siguientes, el hombre fue el ‘compañero desconocido’ de Vistahermosa. Cuando la Unidad de Búsqueda visitó la primera vez este corregimiento, varios, sin dudarlo, hablaron del pasado, del cementerio en la colina, del punto exacto en donde reposaba un cuerpo a la espera de ser entregado dignamente a su familia.
«Primer hallazgo», dijo el antropólogo. Tras más de un metro de excavación, los forenses encontraron una bota.
Tras la certeza de haber encontrado el cuerpo, uno de los investigadores humanitarios se retiró del lugar, descendió cuesta abajo por la colina hasta llegar al parque de Vistahermosa. Llamó a un hombre mayor que, bajo el sol de las tres de la tarde, esparcía granos de café sobre las lonas. El hombre se acercó. «Ya lo encontramos y lo recuperamos», le dijo el investigador. El hombre se quitó el sombrero y suspiró.

—Ya encontramos a la familia y ya saben, le agradecen a todos acá—, habló de nuevo el investigador.
El hombre sonrió.
—Gracias a dios—, se sentó y se volvió a colocar su sombrero. —La guerra es buena pero en películas. En la vida real no se puede. Queda uno marcado para siempre—.
— Su aporte fue fundamental—, dijo el investigador.
— Ya soy viejo, pero a mí no se me olvidan las cosas—, respondió el hombre.
De esta manera la Unidad de Búsqueda recuperó siete cuerpos en la provincia de Lengupá, como parte del Plan Regional de Búsqueda del Oriente Boyacense, La Libertad, Lengupá y Neira, una zona donde se concentra cerca del 30 por ciento de las desapariciones reportadas en Boyacá. Los aportes de la comunidad, entregados de manera confidencial y sin implicaciones judiciales, permitieron ubicar los sitios de inhumación con el único propósito de que los cuerpos de estas personas puedan, finalmente, volver con sus familias.

Según la investigación, las personas recuperadas habrían desaparecido en hechos ocurridos entre los años ochenta y los primeros años del 2000, un periodo marcado por la disputa entre distintos grupos armados en el oriente del departamento.