La noche anterior a su desaparición, José* acompañó a un amigo a un festejo dado que este último cumplía años. Fue una fiesta bastante concurrida con música en vivo, comida y bebida gratis e ilimitada. Como es natural, que nadie conoce los designios del destino, no se podía presagiar que sería su último baile, su último compartir y su última noche de travesuras, carcajadas y alegría al lado de sus amigos y familiares.
Empezaba a despuntar el alba y en la distancia apenas se distinguía un rayito de luz en medio de la espesa oscuridad de la madrugada. José se despidió con un beso en la frente de su hermana, chocó puño con su cuñado, dijo adiós a los demás y tomó el camino para volver a casa. En su mente empezaba a remolinear la idea de reencontrarse con su amor y, por qué no, conseguir un trabajo para estar más cerquita de ella, en la misma localidad.
Un olor a café hervido le guió el camino. Al llegar, su madrastra empezaba con los deberes en el hogar conformado por tres hermanos más y su papá. Los quehaceres en las mañanas pueblerinas, de algunas poblaciones del Caribe, empiezan con una taza de café y la molida del maíz para preparar las arepas del desayuno.
En medio de una premura casi imperceptible, que intentó disimular ante su madrastra, José empezó a ataviarse con lo poco que necesitaba para emprender el último viaje de su vida. El destino, el municipio de San Juan del Cesar, en La Guajira, un centro poblado de vecinos generosos y hospitalarios con el visitante, rodeado de una vegetación frondosa y viva, que físicamente dista del inmenso arenal guajiro y separa el desierto de la urbe. Allí, ansiaba por verlo una hermosa sanjuanerita sincera y arraigada a sus costumbres pueblerinas, que había ‘guardado sus espaldas’ desde la última vez que compartieron.
Culturalmente, en esta región del país se utiliza el término ‘guardar las espaldas’ para hacer referencia a la fidelidad de una pareja a pesar de la distancia, como una prueba de amor a pesar de estar separados; lo que le garantizaba a José que ese amor permanecía activo y estacionado en ambos corazones.
Con la primera claridad del día, finalizaba noviembre de 2006, José convidó a Manuel*, un amigo, para que le acompañara en la travesía. Fueron al terminal de transporte de un municipio en el norte del Cesar y compraron tiquete para el primer bus que partiera para La Guajira. Los jóvenes de 20 y 21 años respectivamente se despidieron de los suyos. Además del encuentro amoroso, otra ilusión acompañaba el viaje: encontrar trabajo en cualquier pueblo de la península y, desde allí, apoyar a sus familias económicamente.
Las dinámicas naturales de las poblaciones flotantes en Colombia motivan que estas abandonen su tierra chica en busca de oportunidades laborales que les permitan aumentar los ingresos para ofrecer una mejor calidad de vida a sus familiares.
“No lo volvimos a ver y por más que le marcamos nunca nos respondió el teléfono”, expresa con voz entrecortada su abuela, mientras por sus mejillas un vendaval de lágrimas se atropellaba al salir. Las escenas siguientes, en el recinto donde se llevaba a cabo el diálogo por parte de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), la Fiscalía General de la Nación y el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forense para confirmar a la familia de José la plena identificación y detalles de la recuperación del cuerpo esqueletizado para llevar a cabo la entrega digna, fueron de dolor inconsolable.
En medio de esos fuertes choques de sentimientos, sus hermanas, hermanos, tíos, abuela, padre, madrastra y cuñados, que asistieron al recinto para darle el último adiós a José, recitaban anécdotas y recordaban su generosidad y nobleza, lo amoroso y servicial que fue durante sus 20 años de vida. Luego recorrieron con el féretro un trayecto de tres calles hasta llegar al cementerio, donde sería la disposición final de último recuerdo tangible que les quedaban de su familiar, desaparecido en contexto del conflicto armado en Colombia.
“Yo sé que nos volveremos a encontrar en otra vida”, expresó uno de sus hermanos, quien visiblemente devastado, aparentaba estar fortalecido en el poder de Dios, aunque esas fuerzas no fueron suficientemente resistentes para contener el llanto.
El lamentable escenario de dolor que posibilitó el conflicto armado en Colombia por más de 50 años obligó a miles de familias, como la de José, a heredar el flagelo de la desaparición, el desplazamiento, la separación de un ser querido y el desbaratamiento de un núcleo familiar; y los sumergió en una búsqueda agotante y desesperanzadora que los debilitó y, a la vez, los fortaleció en espíritu y esperanzas por más de 17 años.
Dolor e incertidumbre, una constante heredada del conflicto
La desaparición forzada en Colombia como consecuencia del conflicto armado no hizo distinción de personas, simplemente se extendió sin piedad abrazando y arrasando todo a su alrededor. Miles de familias inocentes solo entendieron la dimensión de la barbarie cuando esta, disfrazada de desapariciones y muertes, les tocó la puerta y, sin más opción, se vieron obligados a dejarla entrar.
Esta herencia no deseada les sumó a las familias cesarenses 4.135 personas desaparecidas, cantidad que fue segregada de un universo nacional que asciende a 111.640 desaparecidos en el país, según el Universo de la UBPD que está en constante actualización. Hoy la entidad, articulada con otras organizaciones de la sociedad civil y los gobiernos nacional, departamental y regional, continúa sin pausa en la tarea de buscar por cielo y terra, hasta encontrar a los desaparecidos para mitigar el sufrimiento de las familias y dignificar a la persona que, por cualquier circunstancia ajena a su voluntad, un día el conflicto con una máscara de dolor le atemorizó e irrumpió por su puerta y sin más remedio tuvo que abrirle sin preguntas, ni refutar.
*Los nombres fueron cambiados por seguridad.