En diciembre de 2023 la Unidad de Búsqueda recuperó los cuerpos de Yolima y Felipe, dos hermanos del Suroeste antioqueño vinculados a un grupo armado en 1998. Un equipo forense, firmantes de paz que conforman la Corporación Humanitaria Reencuentros y familiares de las víctimas acompañaron esta misión en medio de las montañas de niebla de Urrao y Frontino. Entre ellos estuvo Bayron, quien conoció a su mamá y encontró a su tío.

Texto, fotos y videos: Juan Camilo Gallego, comunicador del equipo de la UBPD en Antioquia.

Acaban de encontrar tu cuerpo, Yolima.

En tu casa nadie lo sabe. No lo sabe tu mamá, que está hecha un manojo de nervios. 

Lo saben tu hermana Alicia y lo sabe tu hijo Bayron, tu Bayriton, como le decías, tu niño, tu negrito. Él no recuerda tu rostro, no podría reconocer la forma de tus huesos o el dibujo de tu sonrisa, ni tampoco tu llanto el día que lo entregaste a otra familia. 

Hace apenas un momento, el antropólogo forense dijo que encontramos tu cuerpo. Bayron, tu hijo, acaba de conocerte.

Las primeras luces de la mañana nos sorprendieron a bordo de varias camionetas. La autopista se hizo carretera y esta, a su vez, un camino que recorrimos en mula. Nuestro guía se confundió en el camino.

Yolima: subimos un par de montañas y volvimos a bajarlas. Las personas que te conocieron, las que te nombran como Katty en lugar de Yolima, vinieron caminando con tu hijo desde donde terminaba la carretera. Mientras tanto, tu hermana, la investigadora, el antropólogo, el criminalista, el fotógrafo, el topógrafo y el comunicador de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, elegimos venir en mula a este descampado, esta montaña agrietada.

Descargaron las herramientas y liberaron a las mulas de sus enjalmas. Nos paramos alrededor de una barranca, ya hundida y atravesada por una grieta de varios metros. Dijeron que estabas ahí, que no habría necesidad de cavar mucho, que el que sería tu cuerpo yacía a poca profundidad. El esposo de tu hermana y alguien que te llamaba Katty se ofrecieron a cavar la tierra y dibujar un rectángulo. En la tierra descubierta, una lombriz saltó sorprendida y la tierra naranja se acumuló a un lado. La fosa fue creciendo. Algunos susurraron que no entendían por qué no encontrábamos tu cuerpo si ya había 85 centímetros de profundidad. La investigadora apretó sus labios confundida. El antropólogo forense parecía estupefacto, no tenía otro camino que pedirle cavar más al criminalista. Bajaron 25 centímetros más y encontraron una tela verde. Bayron, tu negrito, encendió unas velas en el interior de unos vasos de cartón. No movía sus labios, pero por dentro rezaba.

—¿Ella era pequeña? — preguntó el antropólogo a tu hermana.

No era tan pequeña.

—Pero en edad…

—Ah, sí. 

Alicia dice que no entiende por qué te fuiste de la casa con Felipe, el hermano menor. Tenías 16 años. No sabremos nunca la respuesta. Tu negrito quiere hacerte esa pregunta algún día: ¿por qué te fuiste para allá, mamá? Pero sólo podrá preguntar y preguntar, porque no le queda más. No sabemos bien si fue el 18 o el 26 de agosto de 1998 el día que te fuiste con ese grupo. “Mami, ellos ya estaban conversaditos”, le dijo tu hermana a tu mamá. Ella siempre creyó que Felipe y tú se fueron a la fuerza. “Se los llevaron, se los llevaron”, repetía en su llanto. 

Tu hermana cuenta que tu mamá aún los llora. “Estuvo a punto de enloquecerse, dormía detrás de un escaparate, loca, loca”, me contó. Por esos días, el 26 de agosto, un grupo paramilitar desplazó a la gente de tu vereda.

Tu mamá y tus hermanas tuvieron que vivir en el coliseo de Salgar, tu pueblito cafetero, en el Suroeste de Antioquia. No pudieron buscarte, nunca supieron de ti. “No volvimos a saber nada, hasta el sol de hoy, que estamos recuperando los huesitos”.

Foto: Juan Camilo Gallego (UBPD)

Yolima, anoche el viento lanzaba gritos desde el cerro El Plateado, el páramo de 3.276 metros que hemos visto desde que llegamos a esta vereda de Urrao, a cinco horas de Medellín. Las carpas se zarandeaban como si quisieran asustarnos. Salí un par de veces y el frío entumeció mis manos. 

En la mañana la niebla aún estaba en la cima y tu hermana y tu hijo buscaban la luz del sol, frágil y débil, para calentarse. No fue fácil encontrarte, ni dibujar en la tierra la silueta de tu cuerpo para desentrañar el misterio de la ubicación de tus huesos. Le llaman excavación pedestal: el cuerpo se eleva sobre el suelo, a un nivel más alto que la tierra alrededor. 

Nos levantamos temprano. Ayer en la tarde encontramos tu cuerpo. Hoy nos levantamos temprano, esperamos sentir un poco de calor, que el sol se levante y que el páramo deje de gritar por unas horas, para descubrir tus huesos hundidos por la falla geológica que cruza tu tumba. “La falla se la estaba llevando, la estaba arrastrando”, me dice el antropólogo. Los campesinos les llaman volcanes. Hay grietas por todos lados y grandes pedazos de tierra naranja descubiertos por los deslizamientos. Primero aparecen grietas como la que estaba por desaparecer tu cuerpo para siempre y luego desprendimientos gigantes e imposibles de detener para las raíces de los pocos árboles que permanecen en este descampado.

—¿Ya encontró el cráneo? —le pregunta alguien al antropólogo.

—Aquí— y señala un bulto de tierra, una prominencia, una forma abultada. —Ya lo encontré.

Foto: Juan Camilo Gallego (UBPD)

El criminalista y el antropólogo remueven la tierra con palustres y pequeñas piezas de madera y metal. Llevan un par de horas arrodillados a tu lado, sintiendo el entumecimiento en sus extremidades.

—Creo que la cabeza está girada hacia la derecha— dice el criminalista. 

El antropólogo asiente. Busca su brújula.

—El cráneo está mirando hacia el sureste. 

Cortan la carpa verde por la que te descubrimos, nos sorprende ver tu cuerpo abrazado por las raíces. Algunas parecen un húmero o un cúbito. Otra raíz rodea tu cabeza y otra la atravesó de lado a lado. 

—Por gravedad o por presión de la raíz, la cabeza se giró —confirma el antropólogo. 

Seguro no lo conoces, Yolima. Ese hombre apenas duerme, es obsesivo y meticuloso, tiene 34 años y no para de trabajar. Durante días se sentó con la investigadora quien anota en un cuaderno cada dato pronunciado desde tu fosa. 

“Hay tres clavos (…) hay termitas (…) la raíz fracturó el hueso (…) el brazo izquierdo está cruzado en el pecho (…) fracturas a nivel de la cara (…) artrosis”. 

Los gestos de ella han cambiado desde que te encontramos. La noto satisfecha y feliz de saberte. Lleva años ganándose la confianza de quienes fueron tus jefes, tú más que nadie sabes que son desconfiados. No podía ser menos en la guerra. A ratos se le acercan Fabio y Melquin, dos de los comandantes del frente 34 de las Farc, el grupo al que te uniste con tu hermano Felipe cuando tenías 16.

Fabio es trigueño y de rasgos indígenas. Viajó desde otro departamento y entró con sus guardaespaldas hasta aquí. Sabe muy bien que el cuerpo de Katty, cómo te llama, lo dejaron sobre un piso de madera, envuelto en una carpa militar. Melquin dice lo que le contaron: el 22 de septiembre de 2003 estabas manipulando un kilo de explosivos y estos estallaron en tus manos. ¡Bummmmm! No moriste de inmediato, te trajeron hasta la casa que antes había a 30 metros, en donde pastan las mulas. Juvenal, el campesino, te miró, supo que estabas mal. Se fue a dar vuelta a sus animales y después no encontró a tus veinte compañeros, ni a ti, ni tampoco unas tablas. “¿Pa’ dónde se llevaron a la enfermita, pues?”, se preguntó. Supuso que con las tablas habían hecho un cajón para enterrarte. 

“Yo no averigüé con nadie ni nada, me quedé callado. Le comenté luego a mi hijo. Yo le dije: a esta muchacha la enterraron arriba. “¿Cómo así, papá?”, me dijo. “Sí, yo vi más o menos por allá en dónde”, dice Juvenal. Él tiene 82 años, bigote cano y sombrero café. Habla con ternura, te describe como una “morenita bajita, crespita”, como la investigadora. 

La investigadora y tu hermana rodean a Juvenal. Acaba de venir en su mula. No dice frío, dice “está fresco”. No usa saco ni chaqueta; sus brazos gruesos y quemados por el sol, una mochila beige terciada en la espalda. Han transcurrido, exactamente, veinte años desde que te conoció. Veinte años desde que moriste al pie de este páramo de vientos helados. 

—Si nos cobra arriendo, no tenemos con qué pagarle—le dice tu hermana Alicia. 

Foto: Juan Camilo Gallego (UBPD)

El viejo se ríe. A principios de 2023 escuchó decir que en el cementerio de Urrao estaban unas investigadoras recogiendo información de las “víctimas enterradas”. De inmediato pensó en ti. “Yo hasta pensaba: ¡Será que por eso se está desmoronando la tierra!”. Le describió a la investigadora bajita, morenita y crespita como tú, que conoció una muchacha y que sabía dónde estaba su cuerpo; en qué año fue, más o menos cuántos años tenía. Y sí, que claro, que él autorizaba a que entraran a su tierra a recuperar tu cuerpo pequeño abrazado por raíces. 

La investigadora juntó partecitas de tu vida: conversó con Juvenal, con Fabio y Melquin; con tu mamá, que aún no sabe si te encontramos. Luego con tu hermana y tu hijo. 

Desde que tenía nueve años, tu hijo le preguntó a la mujer que lo recibió a los veinte días de nacido; a la que lo entregaste: ¿Por qué si sus siete hermanos eran blancos, él era negro? La pregunta la hizo con miedo, en un intento de aliviar las palabras de otros niños en la escuela que decían que lo habían recogido de un basurero, que esa mujer no era su mamá. Lloró muchas veces. Le dijo a ella, a quien también llama mamá, que quería conocerte. Le explicaron que habías muerto, que no sería posible. Hoy tiene 23 años y espera conversar contigo, preguntarte: “¿Usted por qué se metió en eso? Uno no se imagina qué tanto tengo que hablar con ella”. 

Tu hijo, Yolima, salió esta semana de la montaña en la que lo entregaste para conocer a su segunda mamá, o su primera mamá. Qué importa ya. Tu hijo, Yolima, acaba de conocerte, acaba de darle forma a la protagonista ausente de su vida, acaba de decirle a tu hermana que cuando Medicina Legal confirme tu identidad él quiere llevar tu cuerpo a su tierra, tan lejana del Salgar, donde naciste para que nunca vuelvas a estar lejos. Para tenerte cerquita, para visitarte cada semana, para rezarte al pie de la tumba, para hablarte, para llorarte, para decirte mamá.

Revisamos tus huesos, Yolima. No encontramos las falanges de tus manos, es posible que las hayas perdido en la explosión. Dividimos tus huesos. Las bolsas se llaman: cráneo, fémur derecho o prendas. Las embalamos en bolsas de aire que amortiguan tu viaje sobre una mula. Hacemos zigzag sobre la montaña agrietada, vuelves a recorrer el bosque y caminos que pudiste conocer. ¿Reconoces la única casa que vemos hasta la carretera? ¿Sientes el viento que grita, el solcito que pica? ¿Notas el sudor de la mula o el humo oscuro de una quema al lado del camino? 

Tu hermana Alicia ha revisado su celular desde ayer en busca de señal. Más tardecito, cuando regresemos a Urrao, llamará a tu mamá y le dirá: “La encontramos, encontramos a Yoli”. Al otro lado,tu mamá respirará. Pufffffff. Dirá: “Gracias, Dios”. Preguntará cuándo buscaremos a Felipe, el niño de la casa.  

Hace unas semanas le advirtió a la investigadora que su deseo era recuperar a sus dos hijos en la misma misión. No van a encontrar un hijo y luego me van a dejar meses o años esperando hasta encontrar el otro, explicó. Dicen que tu hermano Felipe, Pipe, está enterrado en una vereda de Frontino, a casi 200 kilómetros de donde te hallamos.

Vas a viajar con nosotros, Yolima. Nos acompañarás hasta allá. Es posible que vuelvas a reunirte con tu hermano Felipe, es posible que tu Bayriton -tu negrito- también conozca a su tío.

Yolima, sabes más de Melquin de lo que yo puedo decirte. Puede que no sepas, y tal vez sea de lo poco que podrás enterarte de mis labios, que su nombre es José Ignacio Sánchez Ramírez. 

Fue el segundo al mando del frente 34 de las Farc. En algún momento, fue tu jefe en la guerrilla. Si la vida te hubiera alcanzado, a lo mejor estarías con nosotros en otro lugar buscando a compañeros tuyos que murieron en la guerra.  

Melquin tiene 52 años. No pensó en un momento de la vida como este: ayudar a buscar a las personas desaparecidas; contarle al país lo que hicieron en la guerra y reconocer lo que nunca debió suceder. Es más, firmó en 2016 un Acuerdo de Paz que tu hijo hubiera deseado vivir a tu lado.

A los 16 años, Melquin ingresó a las Farc. La misma edad que tenías cuando te fuiste de la casa con tu hermano Felipe. Ingresaste a ese frente que surgió en 1987, que creció y se expandió por las regiones Suroeste y Occidente en Antioquia, así como en el oriente del Chocó, en la margen derecha del río Atrato. 

Foto: Juan Camilo Gallego (UBPD)

—¿A cuántas personas están buscando? — le pregunto.

—Yo creo que por ahí unos 300. Creo. Pueden ser más, porque era un frente muy grande. Según la estadística de los formatos de hojas de vida, se estima que por el Frente pasaron entre 1.500 y 1.800 jóvenes. ¿Qué ocurre? Como mucha gente de esa fue trasladada, uno no sabe qué pasó con ellos. Pero en el frente como tal, de 300 a 400 desaparecidos. 

Entre ellos estabas tú, Yolima. Entre ellos está Felipe, tu hermano.

Tenemos un día para encontrarte, Felipe.

Tú lo sabes, resta poco tiempo para que nos des una señal. Los viejos compañeros de Katty, como le decían a tu hermana Yolima, han venido dos veces a esta montaña y le han señalado un sitio a la investigadora de la Unidad de Búsqueda. Se han guiado por unos árboles que ya no existen, por un bosque de niebla que ha ido cediendo. Eres un niño todavía, aunque lleves más de veinte años muerto. Un muchacho, un hijo que aún llora tu mamá y un tío que aún no conoce a su sobrino.

Llevas mucho tiempo flotando sobre la niebla. Tu tierra aún está húmeda, el árbol junto al que te enterraron dejó de florecer hace mucho. Dinos dónde estás, Felipe. Debes entender que tenemos sólo este día, como te dije antes. Aún hay grupos armados por aquí. Estamos muy lejos del corregimiento Nutibara, el pueblito de casi 3.000 habitantes en el que moriste en junio del 2000. Debemos regresar antes de que anochezca. Solo tenemos las palas y la esperanza de encontrarte, de llevarte al encuentro de tu hermana Yolima, de que tu mamá reciba la noticia de que volverás a casa. 

Viajamos todo el día. Dormimos en Nutibara, a 26 kilómetros de Frontino. Hoy madrugamos y subimos más de 700 metros de altura hasta que empezamos a flotar sobre la niebla. Debe ser extraño suspenderse todos los días sobre la tierra, seguir la ruta de la niebla sobre los árboles, verla ascender por el contorno de las montañas y notar cómo borra de tajo el paisaje.

Foto: Juan Camilo Gallego (UBPD)

Noel acaba de señalar un sitio. “Aquí es, Melquin”, le dijo a quien fue jefe de los dos. Aquí, la cima de una colina. Aquí, un plano de pocos metros al lado de un par de árboles talados. Aquí, nido de niebla.

Moriste durante una toma a Nutibara, tierra de caña y de panela, el último pueblo camino a la selva, camino al Chocó. No sabemos cómo te trajeron hasta aquí; si moriste en la calle o un cañaduzal, si arañaste la esperanza de volver a Salgar y ver de nuevo a tu mamá. Noel señaló esta colina y dijo “Aquí” por tu hermana Yolima. Poco después de tu muerte, ella pidió permiso para volver a tu tierra de niebla, a tu tierra mojada. Invitó a Noel y a otro compañero. Prendieron unas velas y conversaron al lado de tu tumba sin cruz ni señal de tu presencia. Rezaron, permanecieron durante dos horas hasta que la luz se apagó. Tu hermana estaba tranquila, me dice Noel: “Decía que qué más se podía hacer, que la guerra era así. Uno como combatiente sabía que en cualquier momento podía morir”. 

Noel dice “Aquí”. El antropólogo ordena cerrar con una cinta violeta el sitio donde dice que estás. Tu sobrino Bayron roza la vegetación con el machete. ¡Zas, zas, zas! Clava la pala. La tierra blanda es señal de que alguien pudo haber intervenido este lugar. La tierra revuelta, sin marcas finas de colores naranja, negra o roja, indica que hubo un cambio en el suelo. El antropólogo siempre se fija en ello.

Mira a tu sobrino, mira sus brazos empujar la pala en tu búsqueda. Él, que tantos años ha cruzado por la carretera que está a trescientos metros, nunca imaginó que estuvieras tan cerca.

La fosa tiene poco más de un metro de ancho y dos metros de largo; sin embargo, no estás. ¿Dónde estás, Felipe? Mira, no es seguro quedarnos aquí esta noche. 

Foto: Juan Camilo Gallego (UBPD)

—Tracemos unas líneas de sondeo— dice el antropólogo. —Ahí no creo que encontremos ya. 

—Por eso estamos equivocados, porque ya no hay monte—dice Noel. Los árboles que conoció ya no existen, hay una cerca inexistente hace dos décadas. El paisaje ha cambiado, como cambia la niebla que nos cubre y nos abandona. 

—Venga, hagamos una cosa— insiste el antropólogo. —Rocemos para allá y para acá, luego trazamos unas líneas de sondeos.

En el pequeño plan sobre la colina, el antropólogo y el topógrafo de la Unidad de Búsqueda trazan unas líneas rectas y clavan pequeñas ramas cada metro. Son más de veinte puntos. Tus antiguos compañeros en la guerra hoy hacen lo que nunca imaginaste: buscar a las personas desaparecidas; buscarte. Ellos, tu sobrino y el equipo del antropólogo y la investigadora se dividen para cavar pequeños huecos de treinta centímetros de ancho; sin embargo, no hay señales. No te encontramos, Felipe. 

Tu hermana Alicia acaba de decirme que no vamos a encontrarte. Noel, en cambio, se resiste a creer que tu cuerpo no está en este lugar. Me alejo con él de los demás mientras almuerzan y toman un respiro antes de intentar algo más. “Le parece a uno maluco porque pensarán que…”, dice confundido. Luego un “No…”. Intenta darme una explicación: “Como estaba al bordito y estaban los árboles, me imaginaba que era ahí”. Está desesperado, no quiere fallarle a la memoria de tu hermana Yolima, no quiere fallarle a la ilusión de tu sobrino Bayron de conocer a su tío. Felipe, por favor, dinos dónde estás. 

Felipe, no sé si te diste cuenta lo que tu hermana Alicia acaba de decirle a Bayron: “Papi, encuentre a su tío”. Mira cómo el, desesperado, sigue a Noel y a Melquin, buscando fuera de este plan un sitio con señales de haber sido intervenido. Descartan fuera del polígono otros sitios donde podrías estar. Míralos, dile a la niebla que se pose en tu tumba, pídele a un pájaro que cante sobre tu tierra mojada.

No es la primera vez que Noel ve a tu sobrino. Lo conoció en la selva, a cuatro horas de aquí, en los brazos de tu hermana. Noel cargó a Bayriton, como ella le decía, “mi Bayriton”. A los pocos días de que naciera, le dijeron a tu hermana que el bebé no podía estar con ellos en el monte. Debía tomar una decisión: entregarlo a su madre o a una familia que aceptara recibirlo. 

Yolima fue con un grupo pequeño de combatientes a una casa campesina cercana a un campamento. La familia tenía cinco hijos, el más pequeño de diez años. Les preguntaron si podían recibir un niño. Yolima regresó a los dos días con su bebé. Diana tenía once cuando llevaron el bebé a su casa. “Ella lloró mucho al entregarnos al niño porque era súper apegada”, me dice mientras observa a Bayron seguir a Noel y a Melquin. 

“Cuando fue a entregarnos el niño a la casa nos hizo llorar a todos. “Solo les pido un derecho, que le den el nombre de Bayron”, dijo”. Bayron, como el hijo de tu hermana Alicia, el sobrino que conocieron antes de que se fueran de Salgar. 

Yolima visitó a tu sobrino durante dos años. A veces enviaba leche y pañales. A veces se volaba del campamento para cargarlo, amamantarlo y besarle la frente. A veces caminaba tres o cuatro horas para verlo de nuevo. A veces lo llevaba al campamento y se bañaba con él en un río. 

—¿Yolima escuchó que el niño le dijera mamá? — le pregunto.

—Sí, sí. Él le alcanzó a decir mamá. Nosotros siempre le enseñamos que tenía dos mamás y dos papás. 

Foto: Juan Camilo Gallego (UBPD)

Durante dos años tu hermana visitó a Bayron. Entonces un explosivo estalló en sus manos. “La guerra era así”, dijo ella cuando moriste. La guerra es así, Yolima, tan triste, tan llena de despedidas y de ausencias. “Nosotros pedimos una foto de ella. Le decíamos: “Niño, esta es su mamá”. Él a diario le daba besitos a la mamá, incluso dañó la foto dándole besos”.  

— Siempre hubo mucho obstáculo para mi mamá y mi papá para bautizar y registrar al niño, porque justamente mi mamá recibe el niño y queda en embarazo de otro. Tenemos otro hermanito. Ellos se llevan solo diez meses, son del 2000. 

Bayron, “negro”, y el otro niño, “mono”. Registrarlos no fue sencillo.  

—¿Cómo hicieron?

—Mi mamá tuvo mucho problema para bautizarlos. Y en un pueblo de esta región le tocó decir que había sido infiel.  No, este es un huevo cambiado, señora, los niños se llevan diez meses. ¿Usted tuvo relaciones en dieta? Le preguntaron. A ella le tocó aceptar todo, le tocó muy duro. Nosotros no decimos que somos seis hermanos, decimos que somos siete. 

Con la ausencia, tu sobrino se fue olvidando de Yolima, hasta que en la escuela le dijeron que su mamá no era su mamá. “Mamá, cuénteme la verdad”, dijo él.

Fue una tormenta porque Bayron tenía dos papás y dos mamás. Desde entonces insistió en querer conocer a su otra familia; a la tuya, Felipe. Un día él consiguió el teléfono de tu mamá y la llamó a Salgar. Tu hermana Alicia estaba con ella cuando reprodujo un audio en un celular. 

—Hija, imagínate que apareció un nieto—, le dijo feliz.

—Pero, ¿Nieto de quién?

—Pues mío. 

Hubiera sido muy bonito que Yolima y tú estuvieran ese día. Eso fue hace tres años en Salgar. Mira ahora a tu sobrino, Felipe, mientras Noel y Melquin rozan con el machete, él clava la pala. Míralos cómo te buscan, parecen ciegos, de verdad. Si Noel dijo hace cuatro horas que estabas en lo alto de la colina, ¿qué hacen dando vueltas por todos lados buscando una aguja en un pajar? ¿Qué nos dice ahora que estás a nueve metros, a 200 metros o a un kilómetro? 

Sé que quisiste conocer a tu sobrino. Yolima le dijo a la familia adoptiva: “Yo tengo un hermano acá”. No te conocieron, pero sí recuerdan que enviaste una bolsa “con muchos juguetes y mecatos que le mandó el tío”, me dijo Diana. Que cuando salieras de un enfrentamiento en Nutibara, mandaste a decir, irías a la vereda a conocer a tu sobrino. Y no alcanzaste a vivir, el regalo llegó sin tío. 

Ahora es tu sobrino el que quiere conocerte. No trae regalos ni mecatos. Suficiente, dime si no, con haber encontrado a tu Yolima. Míralo, míralo cómo busca con Noel y Melquin, desesperado, seguido por las palabras de tu hermana Alicia: “Papi, encuentre a su tío”.

Noel clava el machete en la tierra. Se rasca la cabeza y dice “no, no”. Parece abatido. Se siente culpable de que su memoria no sea infalible, de que el antropólogo haya dicho que nos quedan sólo un par de horas más. Nos iremos sin ti, sin hallarte, sin que vuelvas al lado de tu hermana, sin que a tu madre le digan que no tiene más hijos desaparecidos. ¿Cuántas son las madres de las 103.955 personas desaparecidas durante el conflicto armado en Colombia? 

Noel va por su lado y Bayron por el otro. Descartan posibles puntos alrededor del plan donde fuimos a buscarte. Siguen una especie de azar, un punto que algunos pueden llamar milagro. Los firmantes de paz almuerzan, el antropólogo, la investigadora y su equipo almuerzan, todos almuerzan menos Noel, Melquin y Bayron. Se acercan al sitio en donde comen, al plano diminuto donde cateamos hace un rato. ¿Dónde estás, Felipe?  

¡Clac! Tu sobrino acaba de clavar la pala. ¡Clac, clac! Un par de veces más. La pala se desliza. Felipe, míralo, míralo, de verdad, míralo. ¡Clac, clac, clac, clac! Está sacando tierra, tierra blanda, tierra mezclada, tierra. ¡Clac! Mira, Felipe, mira, una tela verde, como la carpa que envolvía a tu hermana. 

—Está blandito— dice Bayron. 

Tierra naranja y tierra negra mezcladas. Ay, tu hermana Alicia acaba de escuchar que está blando, que hay una tela verde. Que sí, que ahí podrías estar. “Mi Diosito me escuchó”, dice llorando. Eres su hermano preferido, Felipe. Tu sobrino está sobrecogido, poseído, con la pala en las manos. No puede creer que acaba de encontrarte: “Papi, encuentre a su tío”. 

—Pero mire la ampolla que me sacó— dice él.

Foto: Juan Camilo Gallego (UBPD)

Son las 12:30 de la tarde, Felipe. Tu hermana dice: “Virgencita bendita, hágame un milagro”. Noel, Melquin y Bayron cavan una fosa. La niebla sube de nuevo y nos encierra. El mundo, el único mundo que importa ahora, cabe en esta tierra mojada, en este nido de niebla, en estos pocos metros que se resisten a ser blanco.  

Hallamos tu cráneo a 60 centímetros de la superficie, levemente girado a la izquierda. Tus piernas cruzadas, un collar de chaquiras intacto, brillante, celeste, rojo, violeta, naranja; tu uniforme puesto y las raíces bajo tus vértebras, asidas, abrazadas, adentro de tus huesos.

Son las cuatro de la tarde. Tu hermana Alicia te contempla sentada en un tronco con los ojos esponjosos de niebla. Tu sobrino Bayron te conoce, te imagina. Hace dos días, el 10 de diciembre de 2023, conoció a su mamá. Hoy, dos días después, acaba de conocer a su tío. No trajo regalos ni mecatos, pero sí sus manos para cavar y su alma para saber que, Yolima y tú no volverán a mojarse en la tierra ni a tiritar con los vientos del páramo. 

Sale el sol.

*****

Los cuerpos que corresponderían a Yolima y Felipe se encuentran en el Instituto Nacional de Medicina Legal. Una vez se confirme su identidad, la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas hará la entrega digna a su familia.

Los nombres de las personas que aparecen en esta historia fueron cambiados para proteger sus identidades.

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