En el lanzamiento del Centro de Memoria del Holocausto del Palacio de Justicia y del Derecho a la Vida, un lugar que busca contar lo ocurrido sin depender de las versiones que se han superpuesto durante cuarenta años, un hombre mayor se detuvo frente a una pared cubierta de recortes de prensa. El encabezado dice: Crónica de una toma anunciada. Las fechas regresaban al mismo punto: los días en que se supo, se advirtió y no se evitó. Los recortes estaban envejecidos por el tiempo, pero no por la memoria. Varias personas los miraban en silencio, como si la distancia de cuatro décadas fuera apenas un marco y no un límite.
Otro espacio imita una sala familiar de los años ochenta. Hay un televisor de caja, rojo, con antenas metálicas que parecían sostenerlo en equilibrio. En la pantalla, la transmisión del 6 y 7 de noviembre de 1985 avanza: imágenes de tanques de guerra, fuego y un partido de fútbol para ocultar lo que iba pasando en ese momento. Algunos visitantes observaban la escena desde el borde, como si la televisión aún pudiera dar una noticia que no se conoció en su momento.

En una esquina del recorrido, un mapa iluminado traza la ruta de los cuerpos y de los sobrevivientes. Muestran el Cantón Norte, la Casa del Florero, batallones, el cementerio del sur de Bogotá. Es una cartografía del desconcierto y también del trabajo que vino después: los rastreos de expedientes, las entrevistas, los cruces de ADN, la reconstrucción de trayectorias que se habían perdido en medio del caos. Esa misma ruta explica por qué la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) navega entre registros contradictorios, testimonios parciales y archivos que durante años no estuvieron disponibles.
Cerca del final del recorrido, un mural dice: Al final, permanecen las memorias. Debajo, un texto que habla del Palacio de Justicia como el de un cuerpo herido, un cuerpo que guarda las marcas de quienes trabajaron allí y de quienes nunca volvieron a salir. La frase invita a que la memoria se asuma como una forma de pensar el presente.
Varias familias de personas desaparecidas estuvieron en la inauguración. Entraron como quien vuelve a una casa que no reconoció durante años. Llevaban los retratos plastificados de sus seres queridos. Un niño se detuvo frente a la reproducción del televisor con las imágenes del Palacio ardiendo y preguntó: «¿Por qué no podían apagar ese fuego?». A lo que su padre respondió que algunos incendios no se apagan con agua y permanecen encendidos por décadas.

La Unidad de Búsqueda acompañó el evento porque entiende que la memoria es parte de la búsqueda. Las entregas dignas abren un capítulo, pero el relato nunca termina en la inhumación. Las familias que han recibido a sus seres queridos y las que siguen esperando comparten la necesidad de que lo ocurrido con sus familiares no se convierta en una estadística más. Todo lo contrario: que los dignifique.
La conmemoración de los 40 años creó un punto de encuentro entre quienes buscan, quienes recuerdan y quienes intentan explicar lo que sucedió. En el museo, un visitante quiso tocar un documento judicial chamuscado que hace parte de la exposición, buscaba verificar si era real. Esa misma búsqueda de realidad sostiene el trabajo de la Unidad de Búsqueda cuando examina expedientes, cuando revisa registros en cementerios, cuando pregunta por rutas de traslado, cuando intenta comprender cómo se mezclaron y confundieron los cuerpos en medio del levantamiento irregular de 1985.

La presencia de la Unidad de Búsqueda en la inauguración del museo es la continuación de un trabajo que ya ha permitido a dos familias recibir a sus seres queridos desaparecidos durante la toma y retoma del Palacio y que sigue avanzando en el proceso de investigación.
Por eso, el museo y la búsqueda confluyen: uno reconstruye el escenario donde se produjo la ausencia; la otra intenta restituir a cada persona un lugar reconocido en la historia familiar y en la memoria del país. En ambos espacios, la pregunta persiste, y es esa insistencia —la de las familias, la de quienes investigan, la de quienes recuerdan— la que ha permitido que, cuarenta años después, el silencio ya no sea el único relato posible.