Por: Antonio Picariello y Guillem Pietx, voluntarios de la Unidad de Búsqueda.
La psiquiatra y escritora suizo-estadounidense Elisabeth Kübler-Ross describió, a través de su célebre modelo, las cinco etapas del duelo: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Cada una de ellas constituye un territorio emocional que una persona atraviesa al enfrentarse con la pérdida, el dolor o la ausencia. Así como el ser humano procesa un duelo íntimo, sea afectivo o sea espiritual o ideológico, nos descubrimos transitando esas mismas etapas ante lo que vemos y escuchamos.
La exposición ‘No se puede mirar’, de Juan Manuel Echavarría, expuesta en el edificio Rogelio Salmona de la Universidad Nacional, en Bogotá, plantea desde su título un gesto de advertencia. Más que nombrar, enuncia una condición: mirar resulta incómodo, porque lo que se exhibe confronta al espectador con realidades que preferiría evitar. Las obras no buscan una contemplación tranquila, sino que interpelan de manera directa y causan un silencio cargado de sentido que permanece incluso después de abandonar la sala. Lo que nos muestra el maestro Echavarría, acompañado por los testimonios de un exparamilitar y de un exguerrillero que ahora forman parte de su equipo, es un espejo de la historia reciente de Colombia, un recordatorio brutal de la fragilidad humana y, al mismo tiempo, de la capacidad de resistencia. El impacto no distingue fronteras ni idiomas. No importa si se viene de otro país, ante esas imágenes uno queda desnudo, reducido a lo más humano y vulnerable.

La primera sala del recorrido contiene la obra Réquiem NN, la cual recoge muchas de las tumbas de personas no identificadas que Echavarría y su equipo han fotografiado en el cementerio de Puerto Berrío, en Antioquia. Las fotografías del artista capturan con precisión dolorosa la fuerza silenciosa de las mujeres y los pescadores de este municipio en su tarea de dar descanso a los muertos sin nombre. Usando la técnica de fotografía lenticular, Echavarría retrata la costumbre de adoptar a esos muertos para pedirles favores, así como el paso del tiempo en sus tumbas. Se suscribe en ellas la palabra “escogido” y los lugareños les llevan flores, los nombran incluso con sus propios apellidos, como si fueran miembros de sus familias. Con cada cuerpo recogido, con cada tumba cuidada, con cada vela encendida en honor a esos desconocidos, concretan un ritual que no se lleva a cabo en otros municipios y dignifican estos cuerpos, muchos de los cuales bajaron por el río Magdalena.
Después sigue la serie Silencios. En ella, Echavarría fotografía escuelas abandonadas y sus tableros en zonas como Montes de María, en Bolívar o Caquetá. Allí, donde antes resonaban voces infantiles, quedan inscripciones que van desde inventarios militares hasta frases estremecedoras, como “lo bonito es estar vivo”. Cada imagen es un pozo que refleja la huella de una Colombia obligada a dejar atrás una de las cosas más preciadas: la educación. El nombre de la exposición nos recuerda el peso del silencio que no es calma, sino ausencia forzada; no es quietud, sino interrupción de la vida. El silencio de la escuela vacía es el mismo de la comunidad que fue desplazada, de la infancia que quedó truncada, de los saberes que nunca llegaron a compartirse. Es un silencio que duele porque señala lo que falta.

En esa misma línea, se suma otra de sus propuestas, La guerra que no hemos visto, donde excombatientes y militares transformaron sus recuerdos en pinturas creadas en talleres colectivos; el arte como un canal de confesión y memoria: antiguos enemigos compartiendo sus historias con pinceles en lugar de armas y dejando imágenes que son testimonio y advertencia de lo que no debe repetirse, de las heridas que siguen abiertas, pero que también han empezado a suturarse.
Visitar la exposición de Echavarría y oír los relatos de Mackenzie y Édison, miembros de su equipo y antes adversario en el conflicto armado, es una experiencia que perfora la conciencia del espectador sin pedir permiso. Nadie debería dejarla pasar si quiere que el silencio de contemplar una tumba, una escuela abandonada, el árbol donde ocurrió una masacre o la misma masacre le enseñe por qué sigue valiendo la pena apostarle a la paz.

Echavarría logra que lo local se vuelva universal. Montes de María o Puerto Berrío podría ser cualquier territorio martirizado por la violencia en el mundo, cualquier comunidad que carga sobre sus espaldas la herencia de una guerra interminable. Esas imágenes que, en principio, parecen documentos sobre Colombia se convierten en proverbio: nos dicen que la barbarie puede instalarse en cualquier lugar, que la memoria de los ausentes no debe ser enterrada en el silencio y que el dolor colectivo exige ser nombrado.
Al salir de la exposición lo que queda no es solo el peso del horror, sino también la certeza de que la resiliencia es posible. La dignidad de quienes, a pesar de todo, siguen cuidando y recordando a los muertos se transforma en un testimonio vivo de esperanza. Quizá ahí se halle la última etapa del duelo, según Kübler-Ross: la aceptación, no como resignación, sino como impulso para seguir adelante, para transformar el recuerdo en una fuerza que humaniza.